Como casi todos los viernes, el pasado viernes 3 de julio me reuní en un bar de Polanco con
un grupo de amigos. Uno de los más recientes de ese grupo me reclamó
por mi reciente artículo sobre Jacobo Zabludovsky. Me dijo que cómo me atrevía a cuestionar a Jacobo, -en sus palabras- el mejor periodista que ha tenido México,
que estoy equivocado y que estaba muy extrañado de mi opinión pues me
considera de un nivel muy alto etc. blablabla.
Le contesté, entre otras
cosas, que Jacobo no me pareció nunca un gran periodista
(es fácil parecer muy gallo cuando a tu competencia la amarran y
amordazan); tampoco ganó nunca un premio Pulitzer ni ningún otro
reconocimiento no comprado.
Para alabos fabricados a Jacobo ya fue
suficiente la ola de homenajes que día y noche los medios nacionales le
hicieron el día de su muerte, casi beatificaciones al señor por parte de
esos medios que realmente llegan a cerca de 100 millones de mexicanos
¿No les basta con eso? ¿Aparte quieren que yo me calle aún cuando mi
alcance es tan modesto que sólo asciende a 42 mil seguidores en Twitter y
4 mil en Facebook? ¿Qué es mi modesto impacto comparado con el de
ellos?
Mi amigo me pidió además que deje de criticar al gobierno y a los
partidos; aprovechó para decirme que de la matanza del 68 en Tlateloco
la culpa la tenían los estudiantes por revoltosos y que ganado se lo
tenían por desafiar al gobierno. Realmente uno nunca termina de conocer a
las personas y definitivamente cada cabeza es un mundo. Mi amistad con
él ya no tiene sentido.
Cualquiera que justifique el asesinato de gente
inocente no merece mi amistad ni mi más mínima consideración. Si alguien
más de mis amigos coincide con él en su justificación de la matanza de
Tlateloco y de que no debería cuestionar al actual gobierno, es mejor
que él mismo (o ella) me descarte como amigo y que por favor no me
vuelva a buscar; no quiero volver a reaccionar como tuve que hacerlo con
este otro amigo. No me importa quedarme con menos amigos, sólo quiero
cerca a las personas correctas.