3 de noviembre de 2015

Reflexiones sobre la muerte


Una reciente conversación que sostuve con un amigo de la infancia me dejó un conflicto interno del que aún no salgo. Abrí el tema señalándole el paso del tiempo y su marca en los amigos comunes de la infancia de nuestra generación. En el fondo, lo que yo quería era saber su opinión propia sobre algunas canas que le han empezado a salir, saber si eso le causaba algún conflicto; tal vez en el fondo lo que yo buscaba era la reconfortante conciencia de que, aún teniendo la misma edad, yo aún no había sido alcanzado por las canas, así como satisfacer mi curiosidad sobre lo que yo podría experimentar cuando, en cualquier momento, las canas y, más aún, las arrugas se apoderen de mí. Seguramente intuyendo esas intenciones, mi amigo reviró diciendo que es muy normal que ahorita nos comparamos las canas o marcas entre los de la generación, una década después hablaremos de la profesión de nuestros hijos y una más comentaremos “¿supiste que ya murió fulano?”.
El pensar en esa marcha sin retorno hacia la muerte me hizo regresar a mis pensamientos sobre la vida y la muerte; pensamientos que siempre llevamos dentro y que ponemos en marcha en cualquier rato de ocio en soledad. Ustedes se preguntarán, como me lo pregunté yo hace unos días antes de empezar a tomar con seriedad esta depresión: ¿pero qué tiene de extraordinario el entrar en esos pensamientos, si ellos son algo propio de todos los humanos en todas partes del planeta en toda época de la historia? Más aun cuando estos cuestionamientos están al inicio de todas las filosofías, igual en oriente que en occidente; desde el inicio de todas las culturas y seguramente estaban presentes en las mentes de los individuos aún anterior a la formación de sociedades. Intentar responder a esas preguntas es lo que ha derivado en complejas doctrinas filosóficas y en religiones en todo el mundo. La mayoría de los individuos las creen, las quieren creer o al menos fingen internamente creerlas. Otros, como yo, no podemos.
A pesar de que siempre me he formulado esas universales preguntas sobre el sentido de la vida y la posibilidad de una continuación de esta después de la muerte, un hecho marca la diferencia entre mis pensamientos al respecto de antes y de ahora: mi tránsito a la madurez. A pesar de que el paso del tiempo siempre deja marcas entre el paso de bebé a niño, de niño a adolescente y de adolescente a joven, es de la juventud a la madurez cuando en realidad los cuestionamientos sobre esos temas toman seriedad. Como la ojiva de un proyectil que ha alcanzado su altitud máxima, así es mi sensación respecto del funcionamiento de mis órganos vitales en estos momentos. El desarrollo de la medicina moderna me da la esperanza de que la trayectoria de la ojiva de mi vida no será necesariamente simétrica: si nada repentino sucede antes, el período de descenso podrá durar unas 1.5 veces más de lo que tardó en llegar a la cima. Aún en ese optimista escenario, la sola sensación de ir descendiendo hace que estas reflexiones internas tomen seriedad.
¿Pero qué hay después de la vida? Las respuestas que las religiones dan a esta pregunta siguen sin comprobarse. Ninguna lo ha logrado: sólo recurren a actos de fe. La ciencia, que se enorgullece de su lógica superior, tampoco ha sido capaz de dar una sola prueba en ninguna dirección. Tampoco la metafísica, ni la astrología, ni el chamanismo ni ninguna forma de espiritismo. ¿Qué nos queda? ¿Sólo esta profunda soledad?