30 de abril de 2009

La impostergable refundación moral y política de México

En su reciente visita a CEPAL, Fernando Savater señalaba enfáticamente que mientras la moral regula las relaciones de los individuos, la política regula el funcionamiento de las instituciones, siendo una reflejo de la otra. Creo que en México ambas están en decadencia. Aquí debemos distinguir entre la moral que regula las relaciones al interior de la familia y amigos, que podemos llamar moral familiar; y la moral cívica, que regula la interacción del individuo con el resto de la sociedad. Mientras la primera se inculca en el seno familiar, la segunda es una construcción producto de, principalmente, la educación institucional, la religión, el trabajo, y –más recientemente- los medios de comunicación. En otros escritos he criticado ya el papel de la decadencia de la moral cívica; por eso en este me concentraré más en la decadencia de la moral familiar.

Como en la casi totalidad de países del globo, la moral familiar en México se encuentra en un estado indefinido. Los juicios de valor sobre los límites entre lo correcto y lo indebido, las aspiraciones justas y los abusos, el respeto, etc., se encuentran sumamente difusos. Desde mediados del siglo pasado, la crisis mundial de valores entró de súbito y ha habido poco tiempo para el ajuste.

A contracorriente de oriente, en la mayoría de las religiones de occidente se ha reducido notablemente el número de sus practicantes. Ello les ha prácticamente reducido autoridad para, entre otras cosas, dictar directrices de moral familiar. En nuestro caso, la propagación del agnosticismo occidental inició con la reforma luterana, rompiendo el monolito católico en Europa. El protestantismo modificó la forma en que los individuos se veían a sí mismos, en la forma en que se relacionaban con su familia, con el otro y con la divinidad. Dejaron de verse a sí mismos como pecadores innatos; en los países donde el protestantismo predominó, los individuos comenzaron a relacionarse con su familia de una forma menos jerárquica y se eliminó a muchos intermediarios de su relación con lo divino. Por su parte, el catolicismo conservó su esencia hasta nuestros días.

Sin embargo, actualmente el agnosticismo avanza a pasos agigantados tanto en el mundo protestante como en el católico. Los EUA, no obstante, lograron insertar sus valores fundacionales en sus instituciones. Por eso para ellos el abandono de la fe religiosa no implica necesariamente la decadencia de su Estado. En nuestro caso sí es más preocupante, porque los pocos elementos rescatables del catolicismo parecen estar perdiéndose sin haberse antes impregnado exitosamente en nuestras instituciones.



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El tránsito del milenario orden religioso a uno secular es aún muy reciente en México. Aunque inició a mediados del siglo XIX, este sólo se ha generalizado hasta, grosso modo, las últimas tres décadas. El cambio desencadenado por esta transición ha modificado hasta lo más íntimo del individuo; mientras que en el orden religioso los individuos perseguían una comunión con Dios, en el orden secular la búsqueda de una comunión ha dejado de situarse en el centro del interés individual de las mayorías. La modernidad ha ido llenando ese vacío con el materialismo consumista, en donde cuestionamientos como el fin de la vida se han pospuesto. No obstante, para muchos, ese vacío parece no llenarse del todo por esos medios. La necesidad de establecer una comunión con algo por encima de nuestra existencia está desembocando en la actual tendencia a la comunión del hombre con los demás hombres, punto de partida del posmodernismo. Ello ha llevado a la concepción de formas que, emancipadas de las religiones -como en Nietsche- o con base en la rebelión metafísica -como en Camus-, han propuesto la creación ideal de formas superiores de organización humana. Sin embargo, esos planteamientos, por lo ambicioso del grado de conciencia que del hombre común exigen, siguen incubándose en paralelo a la modernidad. Así, en sociedades en donde las relaciones humanas se han deteriorado demasiado, el hombre posmoderno tiende a angustiarse ante la imposibilidad del entendimiento con los demás, surgiendo entonces contradicciones en los códigos morales entre uno y otro. Ambos, desposeídos de una guía moral religiosa, pretenden construir cosas distintas: el hombre moderno aspira principalmente a maximizar su acceso a bienes materiales; el posmoderno a mejorar su entendimiento. Esta divergencia de actitudes dificulta el establecimiento de un código moral convergente.



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La moral familiar mexicana actual está tan relajada, que narcotraficantes, defraudadores, nepotistas y, sobretodo, nepóticos, son respetados y admirados. No existe una condena abierta al interior de sus familias, de sus parientes o de sus amigos; por el contrario, estos en su mayoría se convierten en sus aduladores, esperando que les hagan partícipes de sus ganancias aunque estas impliquen la traición, el robo y/o el asesinato. También es común ver en la sociedad mexicana –de todas las clases-, la incitación a robar por parte incluso de esposas codiciosas. Así, el incentivo para delinquir proviene de todas partes, dando al crimen incluso un origen íntimo. La demanda de trofeos materiales a toda costa para demostrar al círculo social que no se es un perdedor complementa casi simétricamente este proceso de naturalización del crimen.

La falta de oportunidades para triunfar lícitamente es lo que ha abierto cada vez más la puerta al crimen. Aunque, en lo individual, algunas de esas formas de criminalidad pueden llegar incluso a ser comprensibles, nunca deben llegar a ser justificables por un colectivo –y menos aún, perdonables -como de facto sucede actualmente en México. Aquí encontramos esas usuales contraposiciones entre intereses de individuos y familias, y el interés colectivo. Para ello están las leyes. Sin embargo, la aplicación del estado de derecho, que busca resolver esa contraposición de intereses, es demasiado laxa en este país. Leyendo la prensa mundial uno observa que si bien el crimen en sus diferentes formas tiene lugar en todos sus modos y magnitudes en prácticamente todo el planeta, en México ello además se retroalimenta de la enorme impunidad. Esa abierta impunidad no es exclusiva de México; también se observa en países como Guatemala, Haití, Nigeria, etc. En todos los casos, países estos en un proceso franco de retroceso generalizado. La falta de penalización y consecuencias ante el crimen en países como México es, entonces, la colectivización de la falta de condena familiar.



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Ahora quiero entrar al terreno de lo público, del funcionamiento de la política. Para los antiguos griegos, el ejercicio de la política era un deber que los mayores de edad debían ejercer; debían vigilar que la moral que construían día a día en sus vidas personales fuera expuesta al debate público para ir perfeccionando las instituciones. Las argumentaciones expuestas en el Ágora llegaban a ser verdaderos discursos de orgullo provocado por la rectitud personal, con aspiración a reproducirse en la vida pública. En el caso de la política mexicana ello suele ocurrir al revés; se alardea, en privado eso sí, de lo chingón que se es por brincarse a todos. Así, vileza, falta de escrúpulos, egoísmo y cerrazón son transmitidos a la vida pública; los pocos actos respetables que cada vez más rara vez se observan son apabullados por la fuerza de la inmoralidad extrema. El reto está en lograr que la gente con una moral más recta participe en la política; si ellos se abstienen, otro menos recto ocupará su lugar.

La impunidad está llevando al país a ser cada vez un lugar más inseguro. En un artículo periodístico que publiqué en El Universal el 20 de septiembre de 2008, criticaba el papel que la corrupción y la impunidad jugaron para amplificar los impactos negativos del terremoto de 1985; de haberse dado cumplimiento a los códigos de construcción, gran parte de la tragedia no hubiera tenido lugar. Nuevamente, los culpables no fueron llamados a cuentas. Si hoy tuviera lugar un terremoto con las mismas características, muy probablemente la tragedia tendría lugar incluso a escalas mayores.

El azote del narcotráfico en el país también es consecuencia de la corrupción impune a todos los niveles. El abastecimiento de armas tiene su origen en la enorme red de corrupción formada por los administradores aduanales del país durante, principalmente, la anterior administración. Ellos, en su mayoría, también son co-responsables de la actual crisis económica del país, pues al permitir el ingreso de flotas enteras de contrabando contribuyeron a la quiebra de varias industrias nacionales, aumentando el desempleo y aumentando con ello la presión sobre fuentes informales de ingresos. Creo que debería llamársele a juicio a cada uno de ellos.

Las impunidades históricas se han sistematizado y van en aumento: crímenes en el Movimiento Ferrocarrilero de 1958, en el Movimiento Estudiantil de 1968, en el Movimiento de Periodistas del 1971, Acteal, Atenco, APO, Lidia Cacho; Fraudes de banqueros al erario público como el FOBAPROA, desvío multimillonario de fondos en el Pemexgate, Violación de Paquetes Electorales en la Elección Presidencial del 2006 por parte del ejército mexicano –¡la única institución que se respetaba!-; Impunidades Comunes: Asaltos, Robos, Violaciones, Secuestros, Sobornos de Policías y Autoridades; Impunidad en el tráfico: Cruce de semáforos en rojo, No respeto de paso-cebras, etc. Mención aparte merecen los miles de contratos de obra pública que año con año se reparten entre compadres en los municipios, estados, secretarías de Estado, órganos desconcentrados y empresas paraestatales.



La realidad demanda desesperadamente la definición de una nueva nación, de un nuevo pacto al interior de y entre todas las familias para definir un mínimo común de principios morales para regular sus relaciones con base en el respeto y la honradez, para crear mecanismos permanentes de vigilancia a esos principios y para forzar la penalización tanto de los pequeños como de los grandes actos de corrupción. Aunque durante sus primeras décadas produjo grandes beneficios en todas las esferas de la vida nacional, el pacto actual nació viciado: no lo signaron los representantes legítimos de las distintas clases sociales y grupos económicos -sino los grandes ganadores de la revolución mexicana (obregonistas, callistas, cardenistas y carrancistas); las instituciones que creó, en su mayoría, son resultado de otro momento histórico -cuyos objetivos priorizaban la pacificación y la gobernabilidad. Necesitamos hacer por primera vez en nuestra historia un gran pacto que incluya a todos y un juramento entre todos para respetar y castigar estrictamente a quien lo viole. El primer gran paso consiste en la organización de la sociedad para definir el nuevo orden.

Santiago de Chile, 30 de abril de 2009