20 de marzo de 2009

La tradición anti-democrática mexicana (2a Parte): del porfiriato a los 1980's

La apuesta de Porfirio Díaz era clara y entendible: el progreso. Creía que primero se tenía que realizar una acumulación de capital considerable antes de empezar a redistribuir. En esto el positivismo, la teoría económica clásica y el materialismo dialéctico son interpretaciones complementarias de esa postura. Visto desde el paradigma económico predominante de la época (Marshall, Pigou, etc), el desarrollo económico no puede basarse en la atomización de la propiedad rural ni en la simple producción de materias primas, sino en la concentración de los medios de producción en manos innovadoras. Así, tierra, trabajo y capital debían alcanzar grandes escalas. Fallidamente, en el Porfiriato ello devino en latifundismo, esclavitud y usura, respectivamente. En su inicio, la apuesta de Díaz tenía no sólo una perfecta lógica económica, sino además la mejor de las intenciones. Sin embargo, la propiedad de los medios de producción fue tomada ya sea por hacendados, en uso de su tradición jerárquica, o de anglosajones, abiertamente respaldados por sus potencias. Por ello, Porfirio Díaz poco podía extraerles de solidaridad social hacia el país, haciendo que el tránsito a la generación del mercado interno tuviera que posponerse indefinidamente. Ese tránsito que nunca ocurrió hizo que su proyecto modernizador no sólo se estancara, sino que abortara por completo: tuvo que conformarse con la simple producción de materias primas y gobernar la concentración extrema de la riqueza. Esa trenzada estructura de élites del Porfiriato fue principalmente la que le impidió al Estado recaudar los impuestos suficientes para emprender una cruzada educativa y demás mecanismos que cerraran la brecha social. La falta de educación del pueblo mexicano era lo que, en el fondo y con razón, llevó a Díaz a considerar que México no estaba listo para la democracia. Los gobiernos posteriores a la revolución de 1910, y a pesar de la cruzada vasconcelista, tampoco elevaron al pueblo al nivel de ser capaces de vivir en democracia.

En los pocos enclaves del país en donde la educación posrevolucionaria se expandió con exitosos resultados a más amplios sectores del pueblo, surgieron demandas democratizadoras genuinas. Gracias a esa difusión educativa, entendieron los procesos revolucionarios del pasado como los escalones hacia la desconcentración del poder y el ascenso más generalizado del pueblo al poder. Ahí, el Estado reprimió. En momentos de la historia como en 1958 con el movimiento ferrocarrilero, en 1968 con el movimiento estudiantil, en 1971 con el movimiento periodista, en 1988 con el FCRN, hemos observado un sector del pueblo que creyó en la democracia. En sus movimientos ven su acto expiatorio; en su movilización su purificación. Similar a la frustración que la contraorden genera en cualquier adiestramiento, una resentida decepción se ha incubado en esos grupos.

La democratización de un pueblo no es, como ya hemos vivido en este país, el asignar presupuesto y estructura a instituciones. Es en realidad algo de lo que aún el país está muy lejos. El hecho de que sólo una minoría de este país esté lo suficientemente educada para aspirar a construir una democracia es lo que impide su realización. Por minoritarios, quienes están dispuestos a proponer democracia y transparencia reales, en el mejor de los casos, se quedan hablando solos; en casos peores son denunciados y condenados –casi siempre por sus mismos entusiastas correligionarios iniciales. Ese abandono que sufre la minoría conciente continuará mientras sean lo que son, minoría.

Ciudad de México, 21 de marzo de 2009

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