25 de mayo de 2009

Refundación Económica

Me parece poco comprensible que el gobierno mexicano no haya aún implementado las medidas económicas de fondo para evitar el ahondamiento de la crisis actual. En parte, dicha crisis se deriva de la crisis mundial, acentuada por el reciente brote de Influenza humana A/H1N1. Por otra parte, esta es una crisis anunciada desde hace mucho tiempo debido al alto riesgo que implica la actual alta dependencia de la economía mexicana de la de los EUA. A este respecto, muchos diseñadores de políticas públicas del país durante los años 40’s y 50’s ya advertían del enorme riesgo que una orientación demasiado ligada a ese país implicaba: si militar y políticamente la presencia de los EUA ya era asimétrica, no había entonces por qué extender esa asimetría a la esfera económica.

Los planeadores de políticas públicas mexicanos de los 80’s y 90’s no lo creyeron así y apostaron por reforzar esa asimetría. Aún cuando lo anterior tiene la lógica económica de aprovechar las ventajas comparativas y competitivas que el comerciar con un mercado vecino tan complementario y vasto como el de los EUA implica, ello también implica, como actualmente sucede, el riesgo de absorber negativamente los choques externos provenientes de los vaivenes del vecino.

Recientemente la Secretaría de Hacienda y Crédito Público anunció su pronóstico de crecimiento económico para México: -4.8%. Dada la tasa media de crecimiento demográfico en México del 1.1% anual, el crecimiento del PIB per cápita se aproximaría entonces al -6%. Ahora, para mitigar los efectos negativos de ese decrecimiento económico, el gobierno se ha concentrado más en el discurso que en medidas tangibles. No obstante, no son los discursos sino los actos materializados de la autoridad los que influyen las expectativas y decisiones de los actores económicos. Así, el Plan Nacional de Infraestructura anunciado en 2008 en poco alteró las decisiones privadas debido a que las inversiones programadas para el actual sexenio son casi las mismas que las propuestas antes del advenimiento de la crisis.

Algo similar pasa con el Acuerdo Nacional a favor de la Economía Familiar y el Empleo, presentado el 7 de enero, en el que se presentan soluciones que no servirán de mucho ante la magnitud del decrecimiento económico. Dicho acuerdo presume un congelamiento de los precios de las gasolinas, cuando en realidad estos ya se encontraban en niveles superiores a los precios internacionales de referencia –por lo que su congelamiento ya era algo exógeno. También presume la reducción de tarifas eléctricas y de gas para empresas. Aun cuando lo anterior es entendible como mecanismo de contención de la inflación por el abaratamiento de insumos, esto no desacelerará el desempleo, pues la contracción del consumo mantiene deprimida la producción. El factor crítico de la economía no está ya en los insumos, sino en la baja demanda. Además, ese tipo de subsidios contribuye a aumentar el riesgo moral de las empresas al desincentivarlas para que hagan un uso energético más eficiente y, más aún, para que transiten hacia la adopción de energías renovables.

El gasto en esos subsidios a las empresas estaría mejor asignado si se destinara a un seguro de desempleo, a expandir la cobertura del IMSS y a una inversión integral en infraestructura. Tal como está en el acuerdo, el subsidio a tarifas eléctricas empresariales se traducirá en ahorro para la clase empresarial y no en reinversión y empleo; ello sólo generaría mayores inventarios. Aunque un mayor ahorro de la clase empresarial tal vez genere una mayor disponibilidad de liquidez, ésta no se traducirá en mayor inversión en tanto el consumo continúe deprimido, aumentando así la actual brecha de demanda.

Si, en cambio, el dinero se empleara en apoyar a los mexicanos en situaciones difíciles, se fortalecería el consumo privado y la demanda podrá reactivarse, reactivando la producción y el empleo. También debe redefinirse el Plan Nacional de Infraestructura, que hasta ahora consta de proyectos desarticulados de inversión de relativamente corta duración. Si sólo se ejecutan esos proyectos de corta duración, no se estarán generando empleos de forma sostenida, impidiendo la formación de una nueva generación de profesionales de la infraestructura productiva. Además, las inversiones corren el riesgo de perder empuje productivo en las regiones donde tienen lugar, impidiendo la formación de corredores productivos y ‘clusters’ tecnológicos.

¿Queremos desarrollar nuestra infraestructura portuaria para comerciar competitivamente con todo el globo o seguir dependiendo de la exportación de carga por tierra a prácticamente sólo los EUA? ¿Queremos crear nuestra propia industria aeronáutica o seguir esperanzados a las innovaciones de Airbus y Boeing? ¿Queremos desarrollar energías alternativas o sólo esperar a importar la solución?

La primera opción de cada una de esas interrogantes parece ser la obvia a elegir; pero su realización requiere enfrentar las actuales inercias, una renegociación del contrato vigente entre élites y entre éstas y las demás clases. En las conclusiones de los Foros Temáticos Nacionales y Regionales para enfrentar la crisis, a los que en enero convocó el CCE, pude presenciar el predominio de la acostumbrada petición de una mayor flexibilidad del mercado laboral y de mayores beneficios fiscales para evitar más despidos. Esto, sumado a lo hasta ahora poco audible de la voz de las demás organizaciones de la sociedad, sugiere que nuevamente las clases bajas serán las que pagarán innecesariamente los costos de esta crisis. Necesitamos entonces que la decisión gubernamental se esfuerce por escuchar y obedecer a los demás sectores de la sociedad, así como que se cuestione si sus soluciones económicas son realmente eficientes o si tan sólo son mecanismos para contener conflictos inmediatos.

[Esta entrada es una versión actualizada de mi artículo original publicado en El Universal el 5 de marzo de 2009]

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