Sergio O. Saldaña Zorrilla, Sin Embargo, 16 febrero 2016
Es difícil saber hacia dónde exactamente se dirige el país. Lo que,
en cambio, no es tan difícil de saber es que hoy México no va hacia la
construcción de una verdadera democracia, y nuestros actuales órganos
electorales no nos están ayudando en nada a construirla.
En México existe una tradición antidemocrática. El suelo que hoy da
forma a la República Mexicana nunca ha sido democrático. No lo era en
tiempos de las civilizaciones precolombinas. Aunque estas, unas más que
otras, destacaban en las ciencias, las artes y en su organización
social, estaban erigidas sobre un orden jerárquico y autoritario. Ello
ayuda a comprender por qué la Conquista fue relativamente sencilla para
la corona española. El hábito al orden jerárquico de los pobladores de
estas regiones muy probablemente haya facilitado la adopción de un nuevo
orden. Ambos bloques de culturas tenían en común el hábito a los
órdenes jerárquicos, autoritarios: del Huey Tlatoani y del rey; de la
clase sacerdotal y de la Iglesia católica; de la penitencia y de la
ofrenda.
Al cabo del siglo XVII, ambas tradiciones jerárquicas se habían
prácticamente acoplado. España integró a criollos y, en menor medida,
mestizos a la vida española, concediéndoles un trato jurídico y
económico de iguales respecto de los habitantes de los reinos de España;
a los indígenas, por su parte, los asimiló por medio de la
evangelización y la encomienda.
Ahora bien, el Siglo XIX, desde la independencia hasta el Porfiriato,
está dominado de un empuje popular cuya agenda contempla la igualdad,
la libertad y la democracia. Sin embargo, ese empuje popular no logra la
organización de la sociedad desde sus bases. Si bien el inicio de los
movimientos armados del Siglo XIX está protagonizado por una pluralidad
de clases, las clases populares quedaron fuera de los respectivos
acuerdos de paz: igual los que se reunieron la madrugada del 16 de
septiembre de 1810 con un estandarte de la Guadalupana; los que
marcharon con Morelos al sacrificio; o hasta los indígenas que durante
el mandato de Santa Ana incluso llegaron a levantarse defendiendo
posturas conservadoras. Lo que al final lograron esos movimientos fue un
reacomodo entre élites. Así, la implementación de la democracia y la
integración de los grupos marginados al poder siguieron posponiéndose.
Durante el Porfiriato, la apuesta de Porfirio Díaz y sus científicos
era clara y entendible: el progreso como condición a la
democratización; creía que primero se tenía que realizar una acumulación
de capital considerable antes de empezar a redistribuir y sólo después
iba a ser posible educar al Pueblo a fin de que la democracia cobrara
sentido. El positivismo de la época, la teoría económica clásica y el
materialismo dialéctico son interpretaciones complementarias de esa
postura. Visto desde el paradigma económico predominante de la época
(Marshall, Pigou, etc), el desarrollo económico no puede basarse en la
atomización de la propiedad rural ni en la simple producción de materias
primas, sino en la concentración de los medios de producción en manos
innovadoras.
Así, tierra, trabajo y capital debían alcanzar grandes
escalas. Fallidamente, en el Porfiriato ello devino en latifundismo,
esclavitud y usura, respectivamente. En su inicio, la apuesta de Díaz
tenía no sólo una perfecta lógica, sino probablemente también buenas
intenciones. Sin embargo, la propiedad de los medios de producción fue
tomada ya sea por hacendados (en uso de su tradición jerárquica), o de
anglosajones (abiertamente respaldados por sus potencias). Por ello,
Porfirio Díaz poco podía extraerles de solidaridad social hacia el país y
la democratización era un proyecto que cada día se posponía más y más.
Ese tránsito que nunca ocurrió hizo que su proyecto modernizador no sólo
se estancara, sino que abortara por completo: tuvo que conformarse con
la simple producción de materias primas y administrar la concentración
extrema de la riqueza. Esa trenzada estructura de élites del Porfiriato
fue principalmente la que le impidió al Estado recaudar los impuestos
suficientes para emprender una cruzada educativa y demás mecanismos que
cerraran la brecha social. La falta de educación del pueblo mexicano era
lo que, en el fondo, motivó a Díaz a considerar que México nunca estuvo
listo para la democracia.
La Revolución Mexicana fue protagonizada por el pueblo. Sin embargo,
sus líderes fueron asesinados, quedando el país nuevamente en manos de
una élite que tampoco quiso la democratización. El gran triunfador de la
Revolución Mexicana fue Álvaro Obregón, quien no representaba ideales
populares ni mucho menos democratizadores. Así, los gobiernos
posteriores a la revolución de 1910, y a pesar de la cruzada vasconcelista, tampoco lograron alcanzar la democracia.
Luego de la Revolución Mexicana, en los pocos enclaves del país en
donde la educación logró exitosos resultados a más amplios sectores del
pueblo, surgieron demandas democratizadoras genuinas. Gracias a esa
difusión educativa, entendieron los procesos revolucionarios del pasado
como los escalones hacia la desconcentración del poder y el ascenso más
generalizado del pueblo al poder. Ahí, sin embargo, el Estado cooptó o
reprimió.
En momentos de la historia como en 1958 con el movimiento
ferrocarrilero, en 1968 con el movimiento estudiantil, en 1971 con el
movimiento periodista, en 1988 con el Frente Cardenista de
Reconstrucción Nacional (FCRN), hemos observado la lucha de un notable
sector del pueblo que creyó en la democracia. Similar a la frustración
que la contraorden genera en cualquier adiestramiento, una resentida
decepción se incubó en los miembros de todos esos movimientos, la cual
después se convirtió en pesimismo. Desde los años noventa, quienes
demandaban democracia en México más bien ya han bajado los brazos –o se
han asimilado dentro de partidos políticos que, como el Partido Acción
Nacional (PAN) y el Partido de la Revolución Democrática (PRD), hoy ya
sólo sirven de comparsa al gobierno para impedir la democratización del
país y montar una farsa democrática ante el Pueblo mexicano y el mundo.
Tomar conciencia de que en México nunca ha habido una democracia real
no debe incubar en nosotros el sentimiento fatalista de impotencia para
cambiar nuestro destino; estar conscientes de ello debe, en cambio,
empujarnos a la pronta construcción de nuestra democracia. Tal vez desde
los años noventa, México ha carecido de rectores intelectuales de la
democracia (a quienes no debemos confundir con los técnicos que
diseñaron el Instituto Federal Electoral, IFE, y demás artefactos
institucionales que sólo dan forma y nunca han dado fondo a la
democratización).
La democratización de un pueblo no consiste, como ya hemos vivido en
este país, en el asignar presupuestos millonarios y una estructura
ridículamente aparatosa como la que hoy tienen el Instituto Nacional
Electoral (INE) y los tribunales electorales. La democratización
consiste en la presión incesante que la sociedad civil debe hacer hoy
para derrumbar al actual aparato electoral y reemplazarlo por órganos
electorales ciudadanos, austeros e independientes; independientes del
gobierno, de partidos políticos, de empresas, de gobiernos extranjeros y
de cualquier otra fuerza.
Necesitamos órganos electorales que tengan la
independencia y el valor para anular elecciones, cancelar registros de
partidos y descalificar candidatos ante pruebas de actos de corrupción,
compra y coacción del voto, campañas anticipadas, financiamientos
ligados al crimen organizado y al desvío de dinero público (robo) de los
gobernadores de los estados y demás crímenes a la voluntad popular. Los
órganos electorales actuales son incapaces de actuar en favor de la
democratización del país; hoy actúan bajo órdenes del gobierno y de sus
acuerdos con los partidos, para consumar así, una y otra vez, el aborto
democrático. Estemos claros: los actuales órganos electorales mexicanos
tienen secuestrada la democracia y debemos reemplazarlos.
@SergioSaldanaZ
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