5 de marzo de 2016

LA TRADICIÓN ANTIDEMOCRÁTICA MEXICANA

Sergio O. Saldaña Zorrilla, Sin Embargo, 16 febrero 2016

Es difícil saber hacia dónde exactamente se dirige el país. Lo que, en cambio, no es tan difícil de saber es que hoy México no va hacia la construcción de una verdadera democracia, y nuestros actuales órganos electorales no nos están ayudando en nada a construirla.

En México existe una tradición antidemocrática. El suelo que hoy da forma a la República Mexicana nunca ha sido democrático. No lo era en tiempos de las civilizaciones precolombinas. Aunque estas, unas más que otras, destacaban en las ciencias, las artes y en su organización social, estaban erigidas sobre un orden jerárquico y autoritario. Ello ayuda a comprender por qué la Conquista fue relativamente sencilla para la corona española. El hábito al orden jerárquico de los pobladores de estas regiones muy probablemente haya facilitado la adopción de un nuevo orden. Ambos bloques de culturas tenían en común el hábito a los órdenes jerárquicos, autoritarios: del Huey Tlatoani y del rey; de la clase sacerdotal y de la Iglesia católica; de la penitencia y de la ofrenda.

Al cabo del siglo XVII, ambas tradiciones jerárquicas se habían prácticamente acoplado. España integró a criollos y, en menor medida, mestizos a la vida española, concediéndoles un trato jurídico y económico de iguales respecto de los habitantes de los reinos de España; a los indígenas, por su parte, los asimiló por medio de la evangelización y la encomienda.

Ahora bien, el Siglo XIX, desde la independencia hasta el Porfiriato, está dominado de un empuje popular cuya agenda contempla la igualdad, la libertad y la democracia. Sin embargo, ese empuje popular no logra la organización de la sociedad desde sus bases. Si bien el inicio de los movimientos armados del Siglo XIX está protagonizado por una pluralidad de clases, las clases populares quedaron fuera de los respectivos acuerdos de paz: igual los que se reunieron la madrugada del 16 de septiembre de 1810 con un estandarte de la Guadalupana; los que marcharon con Morelos al sacrificio; o hasta los indígenas que durante el mandato de Santa Ana incluso llegaron a levantarse defendiendo posturas conservadoras. Lo que al final lograron esos movimientos fue un reacomodo entre élites. Así, la implementación de la democracia y la integración de los grupos marginados al poder siguieron posponiéndose.

Durante el Porfiriato, la apuesta de Porfirio Díaz y sus científicos era clara y entendible: el progreso como condición a la democratización; creía que primero se tenía que realizar una acumulación de capital considerable antes de empezar a redistribuir y sólo después iba a ser posible educar al Pueblo a fin de que la democracia cobrara sentido. El positivismo de la época, la teoría económica clásica y el materialismo dialéctico son interpretaciones complementarias de esa postura. Visto desde el paradigma económico predominante de la época (Marshall, Pigou, etc), el desarrollo económico no puede basarse en la atomización de la propiedad rural ni en la simple producción de materias primas, sino en la concentración de los medios de producción en manos innovadoras.

Así, tierra, trabajo y capital debían alcanzar grandes escalas. Fallidamente, en el Porfiriato ello devino en latifundismo, esclavitud y usura, respectivamente. En su inicio, la apuesta de Díaz tenía no sólo una perfecta lógica, sino probablemente también buenas intenciones. Sin embargo, la propiedad de los medios de producción fue tomada ya sea por hacendados (en uso de su tradición jerárquica), o de anglosajones (abiertamente respaldados por sus potencias). Por ello, Porfirio Díaz poco podía extraerles de solidaridad social hacia el país y la democratización era un proyecto que cada día se posponía más y más.

 Ese tránsito que nunca ocurrió hizo que su proyecto modernizador no sólo se estancara, sino que abortara por completo: tuvo que conformarse con la simple producción de materias primas y administrar la concentración extrema de la riqueza. Esa trenzada estructura de élites del Porfiriato fue principalmente la que le impidió al Estado recaudar los impuestos suficientes para emprender una cruzada educativa y demás mecanismos que cerraran la brecha social. La falta de educación del pueblo mexicano era lo que, en el fondo, motivó a Díaz a considerar que México nunca estuvo listo para la democracia.

La Revolución Mexicana fue protagonizada por el pueblo. Sin embargo, sus líderes fueron asesinados, quedando el país nuevamente en manos de una élite que tampoco quiso la democratización. El gran triunfador de la Revolución Mexicana fue Álvaro Obregón, quien no representaba ideales populares ni mucho menos democratizadores. Así, los gobiernos posteriores a la revolución de 1910, y a pesar de la cruzada vasconcelista, tampoco lograron alcanzar la democracia.

Luego de la Revolución Mexicana, en los pocos enclaves del país en donde la educación logró exitosos resultados a más amplios sectores del pueblo, surgieron demandas democratizadoras genuinas. Gracias a esa difusión educativa, entendieron los procesos revolucionarios del pasado como los escalones hacia la desconcentración del poder y el ascenso más generalizado del pueblo al poder. Ahí, sin embargo, el Estado cooptó o reprimió.

En momentos de la historia como en 1958 con el movimiento ferrocarrilero, en 1968 con el movimiento estudiantil, en 1971 con el movimiento periodista, en 1988 con el Frente Cardenista de Reconstrucción Nacional (FCRN), hemos observado la lucha de un notable sector del pueblo que creyó en la democracia. Similar a la frustración que la contraorden genera en cualquier adiestramiento, una resentida decepción se incubó en los miembros de todos esos movimientos, la cual después se convirtió en pesimismo. Desde los años noventa, quienes demandaban democracia en México más bien ya han bajado los brazos –o se han asimilado dentro de partidos políticos que, como el Partido Acción Nacional (PAN) y el Partido de la Revolución Democrática (PRD), hoy ya sólo sirven de comparsa al gobierno para impedir la democratización del país y montar una farsa democrática ante el Pueblo mexicano y el mundo.

Tomar conciencia de que en México nunca ha habido una democracia real no debe incubar en nosotros el sentimiento fatalista de impotencia para cambiar nuestro destino; estar conscientes de ello debe, en cambio, empujarnos a la pronta construcción de nuestra democracia. Tal vez desde los años noventa, México ha carecido de rectores intelectuales de la democracia (a quienes no debemos confundir con los técnicos que diseñaron el Instituto Federal Electoral, IFE, y demás artefactos institucionales que sólo dan forma y nunca han dado fondo a la democratización).

La democratización de un pueblo no consiste, como ya hemos vivido en este país, en el asignar presupuestos millonarios y una estructura ridículamente aparatosa como la que hoy tienen el Instituto Nacional Electoral (INE) y los tribunales electorales. La democratización consiste en la presión incesante que la sociedad civil debe hacer hoy para derrumbar al actual aparato electoral y reemplazarlo por órganos electorales ciudadanos, austeros e independientes; independientes del gobierno, de partidos políticos, de empresas, de gobiernos extranjeros y de cualquier otra fuerza.

Necesitamos órganos electorales que tengan la independencia y el valor para anular elecciones, cancelar registros de partidos y descalificar candidatos ante pruebas de actos de corrupción, compra y coacción del voto, campañas anticipadas, financiamientos ligados al crimen organizado y al desvío de dinero público (robo) de los gobernadores de los estados y demás crímenes a la voluntad popular. Los órganos electorales actuales son incapaces de actuar en favor de la democratización del país; hoy actúan bajo órdenes del gobierno y de sus acuerdos con los partidos, para consumar así, una y otra vez, el aborto democrático. Estemos claros: los actuales órganos electorales mexicanos tienen secuestrada la democracia y debemos reemplazarlos.

@SergioSaldanaZ

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